Los otros habitantes

Los otros habitantes

Me los encuentro al caminar, ya no me asustan. De niño sí, me costaba diferenciarlos del resto. Ahora, que han pasado varios años, me resulta más fácil identificarlos porque los delatan sus prendas anticuadas. Recuerdo que de pibe la pasaba mal: me confundía y terminaba hablándoles, pidiéndoles cosas que ellos no podían concederme. Una vez en el club, cuando recién nos habíamos mudado a Campana, me encontré con uno. Era muy sólido. Para entonces yo ya estaba acostumbrado a encontrármelos, a reparar en sus transparencias y a ignorarlos, pero éste era tan sólido que creí que se trataba de algún socio que presenciaba nuestro partido de básquet. Me acuerdo de que le pedí que me alcanzara la pelota que había rodado hasta sus pies. Él me observó en silencio. Me di cuenta de mi error cuando mis compañeros empezaron a reírse a mis espaldas. ¿A quién le hablás?, me dijo uno de los pibes mientras corría a buscar la bola naranja y atravesaba al espectador.

A veces las presencias son frágiles, translúcidas, se disuelven como el vapor en el aire. Otras veces se condensan y vuelven sólidas, frías, como el hielo. Es ahí cuando confunden, porque si uno no las ve materializarse, corre el riesgo de creer que son de carne y hueso, hablarles y quedar como un loco.

Una noche de aquel primer año en el que viví en Campana, una de mis compañeras de la escuela me invitó a un asalto en uno de los quinchos del club. Yo fui con una Coca y unos sanguchitos de miga. Llegué temprano, porque si hay algo que odiaba, que odio hasta hoy, es saludar a todo el mundo. Por suerte había pocas personas, que mi compañera me fue presentando: El hermano mayor, que prendía fuego en la parrilla; la mamá, que lavaba la lechuga y el tomate para las hamburguesas; dos primitas mellizas, de poco más de tres años, que jugaban y bailaban en el sector del quincho reservado para el baile; un primo, que ayudaba a acomodar las bebidas en el freezer. ¿Y ese?, le pregunté señalando al señor parado en el medio de la pista, alrededor de quien bailaban las primas. ¿Es tu viejo? Ella observó donde le señalaba y luego me miró, como intentando comprender lo que decía. Entonces su rostro cambió de gesto, como entendiendo, y me sonrió. Sos muy gracioso vos, ¿sabés? Vamos para afuera que ya deben estar por llegar los chicos. Y fuimos a recibirlos. Miré para atrás, el tipo seguía ahí, interactuando con las nenas. Pasó toda la noche en el mismo punto, inmóvil, sólido como jamás había visto. Cada tanto, alguien lo atravesaba y pedía que cerraran la puerta porque, decía, estaba entrando el frío.

Dejé de frecuentar el club un verano, luego de un tercer encuentro, cuando me sumergí en la pileta y vi a dos parados en el fondo. Me di cuenta de que ahí las presencias se volvían demasiado sólidas. También dejé de celebrar el día del estudiante en el campito, pues de un edificio cercano salían algunas que iban vaciándose a medida que se alejaban, hasta terminar difuminándose por las calles del barrio, en dirección a la fábrica de tubos.

Las presencias a veces aparecían de manera repentina, ¡y me pegaban tremendos sustos! Alguna vez les hablé por error, pocas lo hice para conocer quiénes eran, por qué aparecían, qué querían. Nunca recibí respuesta. Estaban ahí, pero no. Como perdidos. Vagaban en busca de algo, aunque con la incertidumbre de quien no sabe qué. Algún que otro niño o bebé les sonreía o los saludaba, pero ellos no correspondían. Seguían en busca de lo perdido.

Ni bien terminé la secundaria en la Escuela Normal, comencé a saltar de trabajo en trabajo. Dejaba uno por otro mejor. A eso en la familia le llamábamos progresar. A los veinte tuve la oportunidad de mi vida, entrar a laburar en una fábrica metalúrgica. Estaba muy contento, por la experiencia y por el sueldo. Pero duré muy poco. Renuncié al tiempo. Es que las presencias allí eran muy fuertes, incluso más que en el club. Tanto, que tuve miedo de chocarlas. Las veía deambular por las canchas de futbol aledañas a la empresa. Lo invadían todo. No aguantaba verlas. No por ellas en sí, sino por el hecho de no saber. No saber cómo ayudarles. Me sentía responsable por no hacer algo. Algo que les permitiera aliviar esa fatiga en sus rostros, esa tristeza fría que las forjaba. Querían descansar. Lo veía en sus caras. ¿Sólo yo las veía?

Así me vi deshabitando los lugares donde ellas se hacían presentes.

Tiempo después conseguí trabajo en una ferretería. Alquilaba un departamento en un primer piso sobre la calle Jacob. Iba a laburar en bicicleta. Cometí la impericia de guardarla en el balcón, atada con cadena y candado. Una mañana, cuando fui a buscarla, me encontré en su lugar con un caño de metal medio torcido, la cadena y los trozos del candado. Indignado, fui a la comisaría. Mientras esperaba a ser atendido por la oficial que tomaba las denuncias, las vi. Eran varias presencias. Merodeaban por las oficinas. Las identifiqué por sus prendas antiguas y porque ignoraban los muebles y las paredes de durlock, como si habitaran el mismo espacio en otro tiempo. Una atravesó a la mina que tipeaba lo que le narraba la desafortunada abuela que estaba antes que yo. La oficial dejó de escribir, buscó el control del aire acondicionado, lo puso en treinta grados y siguió escribiendo. La presencia se dirigió hacia mí, se paró en frente y me miró con todo el peso de su búsqueda. Al rato tenía a todas ellas observándome fijo. Me levanté y me fui. Me siguieron unas cuadras hasta que se disolvieron.

Después de eso pensé en mudarme de Campana, no por el robo, sino por las presencias. Pero sabía que lo mismo me ocurriría en cualquier ciudad del país. Lo sabía, porque ya me había pasado en mi ciudad natal, durante toda la niñez, cuando aún no sabía diferenciarlas bien. Entonces no eran una molestia, pero ahora empiezo a creer que para ellas también soy una presencia que les pesa.

¿Quiénes son? ¿Por qué no hablan? ¿Qué buscan?  ¿Por qué siguen habitando esos sitios de la ciudad?

Las respuestas que me pude armar fueron siempre endebles, inconsistentes, traslúcidas, hasta hoy. Hoy les pude dar solidez, la misma que adquieren ellas en esos lugares. Hoy, marzo, feriado, me crucé en la Plaza Eduardo Costa con varias personas, copias de carne, sosteniendo fotos de las presencias, de esos otros habitantes que deambulan perdidos, buscando. Buscando algo que ahora ya sé.

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