Aislamiento

Estaba en la cocina lavando el plato de la cena cuando sentí un golpe en la puerta del departamento. Era suave, tímido, como hecho por una mano vacilante. Tan leve que por un momento creí que lo había imaginado.
Por esos días me inventaba cosas. Conversaciones con personas que no veía hacía tiempo, visitas a tomar el té, una manera de burlar un poco la soledad. Y el aislamiento eterno.
Fui hasta la puerta y la abrí, más que nada con la intención de ingeniarme algo. Pero no. Ahí estaba mi vecinito, Lolo, que vivía en el departamento de enfrente. A pesar de tener puesto un barbijo del hombre araña, se apreciaba su sonrisa compradora. Tenía en la mano un plato vacío. Seguramente estaba aburrido, tal vez tanto como yo, o un poco menos porque él es niño y yo vieja. Los niños siempre se las rebuscan para liquidar el aburrimiento.
-¡Hola, Mary! ¿Cómo andás? No quiero molestar, pero quiero pedirte si tenés para prestarme la dentadura postiza que usaba el Edu. Como él se murió y allá no la necesita, yo pensé que me la podías prestar y…
-¡Hola, Lolo! ¡Qué idea la tuya!
-Sí, porque cuando yo me conecto a las clases con la seño y los compas, puedo ponérmela y así los asusto. Y te traje torta de chocolate para que comas- extendió el brazo ofreciendo el plato.
Miré el plato. Era celeste, veteado con bordes azules, tamaño postre, y vacío.
Me reí, convencida del chiste. Agarré el plato y lo olí con deleite. Agradecida, tomé el picaporte para amagar con cerrar la puerta. La voz de Lolo me detuvo.
-Pará, Mary, ¿y los dientes?
Abrí la boca grande, me saqué los dientes postizos y se los di.
-Tomá los míos, los de Edu quedaron bajo tierra, como él.
Ahora, no sé cómo voy a comer la torta.